Vanessa Vera Costa.
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Lo primero que se me cruzó por la mente al pensar en qué escribir sobre Manta, fue la pregunta que me hago desde niña acerca de ¿Qué significa ser de Manta?, ¿significa lo mismo para todos?, ¿significa haber nacido aquí?; ¿Qué pasa con el que vino de lejos y se enamoró de esta tierra, tanto que nunca más se fue?
La historia de mi familia en Manta, por ejemplo, comienza con mi abuelo, hombre quizás no muy alto de estatura, de ojos achinados y piel tostada como el café, a quién no conocí, pero de quien me hice una imagen a través de las historias de mi padre y de una foto que siempre ha colgado de la pared del rincón más familiar de casa.
Mi abuelo, no nació exactamente aquí, migró del campo con su familia a esta tierra que desde ya se perfilaba para acoger como suyos a quienes la quisieran y trataran con respeto.
El único recuerdo mío sobre él son sus ojos, no hay ojos que para mí evoquen mejor el mar y su profundidad de noche. ¿Cómo es posible me pregunté siempre, que alguien cuya piel la tostó este sol y cuyos ojos se cerraron aquí dejando atrás tantas historias de voluntad, amor y familia, no fuese de Manta?
Al recordar a mi padre y a mi tío, ambos con su andar derecho, firme y direccionado, como si supieran donde ir exactamente todo el tiempo, siento que alimentaron con otros elementos mi idea de lo que es ser de Manta.
Llenos de historias, soñadores, luchadores, familiares, siempre estaban dispuestos tanto a jugarle una broma a quién se preste, como a honrar sus deudas; en casa se escuchaba en todo momento aquello de “la palabra tiene más valor que un papel firmado” y mi padre siempre recalcó que eso en Manta era sagrado, que es así como aquí se hacen las cosas.
Esto último, mi tío lo creía firmemente, aun así, eligió ser abogado para asegurarse de que a él también le cumplan. De aquí que yo tengo la idea de que ser de Manta, también implica hacer honor a tu palabra, porque a ella la acompañan tus ancestros.
Hoy por hoy, la ciudad ha crecido y mucho, los mantenses ya tienen diferentes estaturas, formas de hablar y gustos; ya no se distingue tan fácilmente a un mantense solo por sus rasgos físicos o por los lugares que frecuenta, los tiempos en que en la calle los rostros eran familiares, van quedando atrás, ¿Cómo se sabe entonces que alguien es de Manta o no lo es?
Por lo visto, ya solo las historias de los abuelos y abuelas, de las madres y padres, de los tíos y tías; aquellas historias de la ciudad que constituyen un lugar común para todos en nuestros afectos, que nos unen, que nos evocan un recuerdo, vivamos o no en Manta, podría ser aquello que nos haga mantenses hoy en día, dispuestos siempre a recibir al amigo cuando es forastero y mostrarle que ya llegó a casa.