Por Santo Miranda Rojas
Son la una y cuarto. El piloto anuncia. Que nos abrochemos los cinturones a lo lejos se ven resplandores que iluminan el firmamento. Pienso que vamos a entrar en una zona tormentosa. De pronto el avión se empieza a menear. Pienso que serán unos cinco minutos.
De acuerdo a los minutos y la hora y cuarto presumo que estaremos sobre suelo colombiano. Pienso que pueden ser unos cinco minutos de traqueteo. Los relámpagos se vuelven repetitivos. El avión parece subir y bajar en asesor en mal estado. Los pasajeros guardan silencio cómplice con la tranquilidad.
Una niña llora. Una anciana a mi lado me voltea a ver cómo pidiéndome una explicación. Y al ver mi silencio cómplice se pone a rezar. De pronto el avión parece entrar en un túnel y al salir las luces de los relámpagos parecen fotógrafos invisibles que nos bombardean a diestra y siniestra. De cabina a cola y de ala a ala. Nadie se mueve de sus asientos.
Solo se oye el llanto y los gritos de la niña. Parece ser el único ser vivo que atrapa la silenciosa angustia. De pronto el avión va dejando atrás los relámpagos y todos volvemos a respirar. Cuando se produce una chicha calma y la niña dice mamy dame la teta. No sé cuál fue la gracia pero los trescientos pasajeros se empezaron a reír sin parar. La niña los volvió a la vida.